Si hay una reivindicación —al menos mía durante varios años— que empieza a recibir respuesta por parte de los festivales de cortometrajes es la de poner en valor la opinión del público.
Con las películas en salas está clara la dinámica: si pagan su entrada es que les interesa lo que haces o el boca a boca ha funcionado. Eso te permite seguir haciendo lo que te apasiona, que una o varias productoras confíen en ti porque consideran que tienes ese algo llamado «voz» que interesa al público, o al menos a una parte de este.
En los festivales de cortometrajes venía pasando todo lo contrario. Parecía que la aprobación para hacer cine —o, al menos, el empujón económico para recuperarte de la hostia que te habías dado haciendo tu corto— tenía que venir por parte de los cineastas. Esos jurados que, de algún modo, con su difícil decisión basada al fin y al cabo en de tres a seis opiniones, parecían decirte «vales para esto».
No es tan sencillo o básico como lo expreso ni tan injusto, pero bien es cierto que la política de la mayoría de festivales lanzaba un mensaje muy claro. El jurado sabe, el público no. ¿En qué me baso? Básicamente en que la cuantía del premio en todos los casos era tres veces mayor, habiendo premios de 1000 euros de media a Mejor Corto del Jurado contra unos 300 del Público, cuando no te daban un hermoso diploma que, sin duda, no ayudaba a recuperar parte de la inversión.
Esto lanzaba un mensaje contrario a la verdad de la industria. Lanzaba una especie de proclama que a los que, a día de hoy, recibimos pocas o ninguna subvención pero sí varios premios del público nos hacía perder la ilusión.
Básicamente nos quitaba las ganas de hacer cortos. Porque arruinarse nadie quiere y menos cuando se da el sinsentido de que el público te está diciendo, con su premio, que les emociona y remueve lo que haces.
Este año, con la maravillosa gira que estoy teniendo gracias a nuestro cortometraje ‘Actos por partes’, me doy cuenta de que esta realidad ha cambiado. Muchos festivales han cambiado este chip, igualando ambas cantidades y proclamando con ello que el mismo valor tiene quien entrega su tarde a ver cortos que el que se dedica de pleno a hacer cine. Que esto tiene sentido si llegamos al público, que es quien nos permite seguir trabajando en nuestro sueño; que una palmada en el hombro de los compañeros de la industria es un regalo maravillosamente recibido, pero que ellos no dejan de ser espectadores, como cualquier otro; y que solo por haber dedicado tu tiempo e ilusión en pasar tu tarde viendo cortometrajes, ya estamos todo en igualdad de condiciones.
Algunas festivales, como el maravilloso Ponme Un Corto de Huerta de Rey incluso, incluso deja en manos de su jurado los premios específicos (dirección, guion, interpretación…), pero deposita en su público, gente de todas las edades y gustos que llena cada pase del festival, el poder de elegir el gran premio a Mejor Cortometraje del festival o, mejor dicho, el Premio del Público. Suerte que nuestro cortometraje fuera el ganador, porque —hay que decirlo— los otros cuatro finalistas más votados por dicho público (‘Tula’, ‘París 70’, ‘Mañana volveré’ y ‘Amarradas’) son un auténtico regalo para los sentidos, cuyos responsables admiro, quiero y respeto muchísimo.
A mí y a mi equipo —que precisamente hemos hecho un corto de humor que conecta con la emoción, los dos conceptos generalmente más denostados por los jurados cinematográficos, y que de los 45 premios que lleva cosechados la mayoría son de público— nos viene de perlas. No lo hemos hecho para ganar premios, pero, seamos sinceros, un corto se recupera económicamente y permite a los que lo hacen seguir soñando con hacer cine gracias a estos. Ni 100 diplomas permiten pagar el alta de un trabajador en rodaje. Básicamente, lo mismo que una productora cuando arriesga en una película. Nuestra taquilla son esos pequeños empujones. Y da rabia ver que la realidad profesional es una y la de los festivales otra.
Así que es maravilloso que los festivales se acerquen a esta realidad, que se den cuenta de que dándole voz a su público tendrán más público y perpetuarán el bello ejercicio de tener su festival de cortometrajes anual, como acontecimiento indispensable en la agenda de sus vecinos. Y, de paso, el resto seguiremos remando por contar nuestras historias, sin que creamos que estamos errando en el tiro por no recibir el ok de los jurados. Al menos, igualando las reglas todos tenemos más oportunidades y eso es, sencillamente, maravilloso.