Lost in Translation

‘Lost in Translation’ no es una película

‘Lost in Translation’ no es una película. Es una lágrima recorriendo mi mejilla izquierda. Un suspiro, tan tierno como resignado. Es un quejido. O un gemido. Es piel erizada. Mi sexto sentido. La identificación más absoluta con esa niña jugando a ser mayor que se llama Charlotte. Es la búsqueda de un Bob Harris entre tanto sinsentido. «Estoy perdida, ¿eso tiene arreglo?». Planear una fuga a la frivolidad que nos asola. Querer ser escritora y odiar todo lo que escribo. Querer ser. Sin más. Esas fotografías a unos pies de bailarina que no se atreven ni a bailar. Casi ni a pisar. Pasar de puntillas. 

Y ese hombre que me saluda en el ascensor… ¿Serás tú, Bob? 

¿Quién eres? ¿Quién soy?

‘Lost in Translation’ no es una película. Es una sonrisa cómplice, un acercamiento, una caricia, un hasta luego, un terremoto que te sacude irremediablemente el alma para siempre. Porque todos queremos que nos encuentren. Y que nos comprendan. Que no confundan curiosidad con pedantería ni el amor con el color de la moqueta. Es descubrir que pasó demasiado tiempo, la juventud, y que tu confusión te acerca a Bob. El día más aterrador de tu vida es el día en el que nace tu primer hijo. O el día en el que nadie te escucha llorar, porque no sabes ni por qué lloras. Sólo quieres fugarte, pero para ello necesitas un cómplice. Sólo uno.

‘Lost in Translation’ no es una película. No puede serlo. 

¿Quiénes seríamos de no haber dejado que Tokio nos atravesara así? 

¿Dónde estaríamos? 

¿A quién amaríamos? 

¿Qué otras cosas nos estaríamos preguntando ahora? 

Gracias, Sofia Coppola, por tanta belleza. Gracias, Bill Murray y Scarlett Johansson, por ponerle una mirada a tantos sentimientos. Gracias.

La lágrima se pierde, casi seca, en mi cuello. Siento ahí la piel tirante, porque está viva.

Como yo.