Antonio Drove, maravilloso director de cine, Siux, hombre irreductible y profesor durante muchos años en Metrópolis, explicaba cada elemento cinematográfico con una anécdota. Siempre era muy divertida y eso podía hacer que no se apreciara la profundidad de sus pensamientos. Muchos años después de dejarnos sigo recordándolo casi a diario cuando tengo que tomar una decisión cinematográfica.
A colación de las decisiones, Antonio solía decir que Dibildos (un productor) afirmaba que una película se componía de dos millones de decisiones; si se tomaban bien un millón una, entonces se tenía una buena película. De hecho, Antonio creía tan firmemente en ese enunciado que siempre se las ingeniaba para que en sus películas hubiera algo mal hecho: un raccord, un diálogo, quizás un encuadre, porque sabía que su rating de acierto era de casi dos millones, así que fallar algo aposta le evitaba ser Dios, algo que Drove odiaba profundamente.
De hecho Antonio defendía que el arte del cine no era el arte de la luz, sino de las sombras. En el cine los proyectores no proyectan imágenes sino luz, y al atravesar la película podíamos ver las sombras que la lámpara proyectaba en la pantalla. De algún modo, Dios es la lámpara del proyector, y en ella están contenidas todas las imágenes y todos los instantes imaginables simultáneamente, y al atravesar la película, la luz se convierte en sombras y por fin podemos disfrutar de una película. Mirar fijamente a una bombilla, mirar a Dios, además de ser muy malo para los ojos, no aporta estructura ni cambio. Mirar las sombras de la bombilla es mirar los actos de Lucifer y a su mundo de sombras. Por ello el cine es un acto diabólico.
Además, Antonio argumentaba que Dios en su magnificiencia y grandiosidad tenía un enorme defecto: no podía ver cine, no podía disfrutar de las películas. Porque Dios podía ver todo, desde todos los ángulos y simultáneamente. Dios podría fijarse más en esto o aquello, mientras que hacer cine es precisamente lo contrario: enseñar ahora sólo esto o aquello, cerca o lejos, durante un segundito o en un plano muy largo es precisamente la esencia del cine y la labor del director. Los espectadores hemos pagado durante más de 100 años porque el director decida qué ver y qué no ver ahora. Y luego, si lo hacen bien, además, nos emocionará, nos trasladará, nos impactará, reiremos, lloraremos, una y otra vez, visionado tras visionado.
Antonio Drove era un contador de historias nato, un animal cinematográfico puro. Exigía de su equipo creatividad y eficacia con una condición inexcusable: dame el tiempo que necesito para hacer los planos que de verdad sirven para contar esta historia. Eso le llevó en muchas ocasiones a chocar contra el mayor enemigo del adecuado reparto del tiempo de rodaje: el director de Fotografía. Además el director de foto es más bien diábolico, pues trabajaba con la luz, haciendo que llegara luz aquí o allá en esta u otra cantidad que determinaba un chisme lleno de números: el fotómetro.
Antonio tenía muy claro qué plano quería, qué plano necesitaba la historia, pero siempre venía alguien con un aparato y un número para decirle que el plano que él quería no podía ser. «¿Vés?» —le decía mostrándole la rosca llena de números— «Aquí, donde tú quieres, no hay luz: no se puede rodar, pero aquí —esgrimía de nuevo el chisme en otro sitio— «Aquí sí hay luz: el plano debe rodarse aquí». Y Antonio enfurecía, le llevaba los demonios que le dijeran que el plano que él quería no se podía hacer porque lo decía el fotómetro, el reloj, el vúmetro del de sonido. Todos daban sus razones numéricas basadas en candelas, decibelios, luxes, horas y minutos, pesetas.
Antonio necesitaba una unidad de medida con la que poder luchar contra todos ellos. Perdida en un cajón encontró una antigua minigrabadora estropeada a la que antiguamente dictaba ideas para películas. No la tiró cuando dejó de funcionar por intuición, sabía que alguna vez le sería útil. La minigrabadora tenía dos lucecitas una verde y otra roja, que se activaban apretando un botón haciendo presión hacia un lado o hacia otro. Entonces Antonio vio la luz.
Fotómetro – Vúmetro – Alucineómetro
Al día siguiente en rodaje volvió a plantear un plano y enseguida encontró la oposición del director de foto y su chisme, que decía que ahí no había suficientes lúmenes. Luego el de sonido argumentaba que tendría falta de decibelios si se hacía así, que mejor lo hiciera asá. Antonio en silencio y quieto. Sigue la presión para que cambie el plano, sigue el silencio y la mirada hacia las diferentes partes del decorado. Pronto se presentó producción, también con su chisme (un reloj), diciendo que debería hacer caso porque lo que él planteaba llevaría mucho más tiempo. Finalmente, Antonio sacó su arma secreta. Su propio chisme, recién importado de Estados Unidos, el único artilugio capaz de medir la calidad cinematográfica de un plano: el aluCINEómetro.
Medía la cantidad de luzbelios: si había suficientes se encendía una luz verde y si no los había una luz roja. Se acercó a la zona que proponía el director de foto con el alucineómetro en ristre. «NO» —dijo con parsimonia— aquí no hay suficientes luzbelios y el plano tendrá poca calidad cinematográfica narrativa. ¿Veis? lo dice mi aparato y por eso se enciende la luz roja». Todos alucineados y escamados tratando de ver la marca del artilugio.
Luego se dirigió a la zona que proponía sonido y producción: mismo resultado, luz roja. Por fin a la zona que él proponía para el plano, apretó adecuadamente el botón de su alucineometro y… ¡Tachán! Luz verde. «¿Veis? Aquí sí se debe hacer el plano, además, un momento, mirad». Resulta que la luz verde se apagaba tintineando cinco veces. Antonio las contó en voz alta: «Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Dice, además, que tenéis cinco minutos para preparar el plano, bueno eso para un equipo americano, como somos españoles os voy a dar seis. Quien no esté listo en seis minutos está despedido».
Jamás le volvieron a agobiar con los tiempos de iluminación, el equipo sabía que tenía una determinada cantidad exacta de tiempo para preparar el plano y si un día se «pinchaba», si un día no daba tiempo a rodar todo lo que debiera haberse rodado él tenía también un aparato y una unidad de medida para defenderse.
¿Qué opinaría Antonio sobre las gafas 3D, las de inmersión espacial? Murió bastante antes de que se inventaran, aunque ya había películas que especulaban sobre cómo serían y cuál sería su funcionamiento. Lo más probable es que pensara que son una aberración. Utilísimas para determinadas cosas: medicina, investigación espacial, manejar drones, algunos videojuegos, pero… ¿Para contar historias? Aquella dicotomía entre la luz y las sombras, entre verlo “todo siempre” o ver “ahora sólo esto” y “después aquello” creo que coserían un razonamiento sencillo:
Esas gafas jamás tendrán luzbelios suficientes como para ser el vehículo narrativo de un director de cine, pero si tenéis dudas las sometemos al alucineómetro.
Antonio, te echo de menos.