Estoy en la biblioteca púbica de mi pueblo, tengo once años. Lo primero es cierto, lo segundo podría no serlo: quién puede fiarse de un recuerdo. Sea como sea, hablamos de la primera mitad de los años noventa. Mi padre recorre el carpesano donde se exponen las películas disponibles para préstamo, un compendio de imágenes de portada, un cartón amarillo por cada una de ellas que muestra la relación de préstamos previos. Mi cerebro establece una asociación, a la postre absurda, entre los cartones con muchas entradas y la calidad del filme en cuestión. Sin embargo, mi padre se detiene en una que apenas tiene cuatro o cinco. «Esta es de las que hay que ver, Dani», dice, aunque las palabras bien podrían haber sido ligeramente distintas: quién puede fiarse de un recuerdo.
La portada muestra a una preciosa morena, fumando, y a un guaperas que sujeta un arma, ambos suspendidos sobre la vista cenital de un par de rascacielos de aspecto futurista. El título reza ‘Blade Runner’ y yo no tengo ni idea de qué significa ni por qué es de las que hay que ver. Pero la vemos, esa misma noche.
La mujer morena resulta ser incluso más hermosa de lo que la carátula prometía y no es realmente una mujer, algo que ella solamente sospecha. El guaperas es un detective crepuscular, ignorante de su propia naturaleza hasta que le es revelada en forma de origami, momento en que quizás, mientras asiente en silencio, piense: quién puede fiarse de un recuerdo. Si bien la comprensión del trasfondo filosófico de la narración le está vetada a ese crío que mira alucinado la pantalla, la fascinación viene de la mano de la querencia esteticista que Ridley Scott y su equipo despliegan a lo largo del minutaje. Viene de la mano de la belleza antinatural de los androides, de la fealdad antinatural de esa Los Ángeles que bien podría estar a la vuelta de la esquina. Viene de la mano de los acordes de sintetizador de Vangelis, por supuesto.
Poco sé, por aquel entonces, de cómo la obsesión con la ciencia ficción habrá de invadirme en los años venideros. Poco sé, también, de cómo el cyberpunk me calará hasta los huesos, cruce de caminos entre mi pasión por el mencionado género y mis incipientes inquietudes políticas. No, no soy capaz de apreciar, en ese momento, cómo la representación de los espacios que habitan los propietarios de las grandes corporaciones (lujosos, elevados, ahí donde todavía llega la luz natural pero no los olores nauseabundos de las muchedumbres desposeídas) se contrapone a la de los bajos fondos que habitan los parias de la Tierra, esa masa informe de lumpenproletariado, carente de toda identidad, que se arrastra por unas calles oscuras anegadas de vapores. No, tampoco soy capaz de apreciar todavía cómo, ya en el texto introductorio de la película, se nos presenta a los Replicantes como esclavos utilizados en las duras tareas de colonización espacial, y qué implicaciones tiene todo ello.
Tampoco sé, por aquel entonces, que Thomas Ligotti habría de categorizar la consciencia humana como un terrible error en la evolución, o, citando literalmente, la «madre de todos los horrores». Un error del que solo sería posible escapar, a su entender, abogando por el antinatalismo y la extinción consensuada y programada de la especie humana, legando el planeta a aquellas criaturas que pueden gozar de la genuina felicidad de no saberse finitas, mortales, carentes de sentido alguno.
Por supuesto, tampoco he leído nada por aquel entonces de Nietzsche, de la muerte de Dios y del übermensch. Pero no, Eldon Tyrell no quiere trascender la naturaleza humana y generar un nuevo sistema de valores ante la ausencia de Dios. Quiere, y de hecho consigue, ocupar su lugar. No porque quiera tener la capacidad de crear vida, sino porque quiere tener la capacidad de negarla. ¿Alguien se cree la cháchara científica que sucede a la línea de diálogo más trascendental de la película: «Padre, quiero vivir más»? En absoluto. Roy Batty asciende para encontrarse con su creador y manifestarle su miedo más profundo, pero en su miseria y patetismo, en su abyecta megalomanía, aquel le ofrece la negativa como toda respuesta. La manera en la que al androide le atraviesan esas palabras sea acaso similar al silencio que sucede a la súplica del creyente arrodillado frente a un altar.
Sí recaigo, por supuesto, en la belleza sobrenatural de los ojos de Roy. Los ojos, el espejo del alma, la última frontera de los creacionistas, enrocados en su defensa de la idea del diseño inteligente; algo que, a su parecer, no puede ser el resultado de un proceso evolutivo sino de la acción de un poder superior. Nuestros ojos serían, dado el caso, un reflejo de la divinidad que nos habita, y no es de extrañar que el test Voight-Kampff que utilizan los Blade Runner para identificar a los Replicantes se centre en el análisis del ojo. Tampoco es de extrañar que, ante la negativa de Tyrell a Roy, este lo asesine clavándole los dedos en las cuencas oculares, desproveyéndole así de su naturaleza humana, o acaso divina.
La película se aproxima a su final. La azotea. El monólogo. La lluvia. Las lágrimas en la lluvia. «Dime ahora lo que has hecho con tu hermoso muchacho de ojos azules, señor Muerte», escribió E. E. Cummings.
Estoy en una habitación del IVO, en Valencia, tengo catorce años. De este recuerdo sí puedo fiarme. Mi padre está a unas horas de distancia de la muerte. Lo veo por última vez. Siendo su ateísmo militante tan irreductible como el cáncer que ahora mismo le corroe, quizás encuentra en el doctor la figura paternal, salvadora, que la ausencia de fe le ha negado toda su vida. Quizás también se dirija a él, en estas horas que le restan, y le suplique: «Padre, quiero vivir más». La respuesta es de sobra conocida.
Dime ahora lo que has hecho con tu hermoso muchacho de ojos azules, señor Muerte.
Pero antes de la lluvia, antes de las lágrimas, hubo naves en llamas más allá de Orión. Hubo rayos-C brillando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perdieron en el tiempo, pero antes de perderse, fueron. Verdaderamente fueron. «No entres dócilmente en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz», escribió Dylan Thomas, si se me permite citar a otro poeta. Roy Batty nos enseñó cómo morir, pero especialmente nos enseñó que lo esencial es todo lo que acontece antes de ese momento. Como ver una película junto a tu padre, eso que hago cada vez que vuelvo a ‘Blade Runner’. Y que suene Vangelis.